Conmemoración de san Malaquías, profeta, que después del destierro de Babilonia anunció el gran día del Señor y su venida al templo, y la oblación pura que siempre y en todo lugar se le ofrecería.
Celebrábamos hace apenas dos días -el 16 de diciembre- a Ageo, profeta de la vuelta del Exilio, que inflamaba en nombre de Yahvé al pueblo para que cobrara ánimos y confiara en que la reconstrucción del templo vale la pena, es cosa de Dios. Dos días después en la celebración supone muchos años de diferencia entre un profeta y otro, y hoy el templo está reconstruido, la comunidad está en marcha, pero las cosas no son como se podía esperar: el ritual es mecánico, los creyentes no confían en Yahvé, ¿acaso no prospera más el injusto que el justo? ¿para qué gastar en ofrenda lo mejor del ganado? ¿acaso llega eso a Dios? En sólo dos días hemos pasado de celebrar en san Ageo la preparación de la fiesta, a celebrar en san Malaquías los residuos un poco marchitos del festín.
La «arquitectura» de su mensaje salta enseguida a la vista, apenas comenzamos a leer: se trata de seis oráculos que contienen siempre:
-Una afirmación -o juicio divino- de algo en lo que el pueblo de Israel, o sus dirigentes, están obrando mal.
-La negación por parte de los afectados.
-lo que permite al profeta explicitar mejor, en nombre de Dios, el alcance del juicio.
-la promesa divina de una revelación mayor de Dios si el pueblo acepta el camino de Yahvé.
Sin embargo así dicho parece algo puramente esquemático; es más: el profeta conoce muy bien este «mecanismo» de la promesa que tantas veces hemos leído u oído: «al que obra bien, le irá bien, al que obra mal, le irá mal»; lo que tiene de especial y fuera de esquema la predicación de Malaquías es que lo que promete Yahvé si el pueblo se entusiasma de una buena vez con él, no es otra cosa que donarse él mismo por completo:
«Llevad el diezmo íntegro a la casa del tesoro, para que haya alimento en mi Casa; y ponedme así a prueba, dice Yahveh Sebaot, a ver si no os abro las compuertas del cielo y no vacío sobre vosotros la bendición hasta que ya no quede...», ¡vaciar sobre nosotros la bendición hasta que ya no quede! ¿se puede hablar de la presencia de Dios de una manera más poética, más sensible y conmovedora? Con razón este pequeño librito, cuyos temas son más o menos los que conocemos por otras predicaciones proféticas, caló especialmente hondo entre los primeros cristianos, y es citado varias veces en el Nuevo Testamento:
1,2: «amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» --> Rm 9,13
2,10: la paternidad única de Dios --> Ef 4,6
2,15: argumentación contra el divorcio --> Mt 5,31ss
3,1: el envío del Precursor --> Mt 11,10
3,20: nos visitará el sol de justicia --> Lc 1,78
3,23-24: el regreso de Elías para «hacer volver el corazón de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres» --> Lc 1,17, Mt 17,10ss.
Se ha dicho que el libro «dice muy poco a la imaginación» (Stuhlmüller), y es verdad: otros textos proféticos, cuando hablan de «las cosas últimas», los tiempos mesiánicos, llevan mucho más a imaginar. Sin embargo, precisamente en esa «carencia» está la fuerza escondida de esta obrita: nos hace meditar en el sentido último de todas aquellas imágenes que nos presentan los demás profetas: el fondo de la promesa no son los cielos abiertos, ángeles que bajan y suben, templos que brillan como el sol y ciudades que son templos, sino la presencia completa y radiante de Dios a cada uno de nosotros, en cada uno de nosotros, cuando ya no quede en el cielo bendición, porque esté toda entre nosotros.