En Noyon, de Neustria, san Eloy, obispo, que siendo orfebre y consejero del rey Dagoberto, edificó monasterios y construyó monumentos a los santos con gran arte y elegancia, y más tarde fue elevado a las sedes de Noyon y Tournai, donde se dedicó con gran celo al trabajo apostólico.
El nombre de Eligio, así como el de su padre, Equerio, y el de su madre, Terrigia, prueban que era de origen galo-romano. Nació en Chaptelat, cerca de Limoges, alrededor del año 588. Su padre, un artesano, comprobó que Eligio tenía grandes aptitudes para el grabado en metal y le colocó como aprendiz en el taller de Abón, el encargado de acuñar la moneda en Limoges.
Es curioso el incidente que se produjo cuando Clotario pidió a Eligio que prestase el juramento de fidelidad. El santo, ya fuese por escrúpulo de jurar sin necesidad suficiente, ya fuese por temor de lo que el monarca podría mandarle que hiciese o aprobase, se excusó de prestar el juramento con una obstinación que molestó al rey durante algún tiempo, hasta que al fin, Clotario comprendió que la razón de la repugnancia de Eligio procedía realmente de su rectitud de conciencia y quedó convencido de que esa misma rectitud suplía con creces los juramentos de los otros ministros. San Eligio rescató a muchos esclavos. Algunos de ellos permanecieron a su servicio y le fueron fieles durante toda su vida. Entre ellos se contaba un sajón llamado Tilo, a quien se venera como santo, y que fue el primero de los discípulos que siguieron al santo del taller cortesano a su diócesis. En la corte Eligio se hizo amigo de Sulpicio, Bertario, Desiderio, Rústico (hermano del anterior) y, sobre todo, de Audoeno. Todos ellos llegaron, con el tiempo, a ser obispos y venerados como santos. Audoeno debe haber sido todavía muy joven cuando le conoció san Eligio; a él se atribuyó durante largo tiempo la Vita Eligii, que los historiadores consideran en la actualidad como obra de un monje que vivió más tarde en Noyon. En esa biografía se describe a san Eligio en la corte, diciendo que era «alto, de facciones juveniles, de barba y cabello ensortijados sin artificio alguno; sus manos eran finas y de dedos largos, en su rostro se reflejaba una bondad angelical y su expresión era grave y natural».
Dagoberto I heredó la estima y la confianza que su padre profesaba al santo, sin embargo, como tantos otros monarcas, Dagoberto prefería que su consejero le guiase en los asuntos públicos y políticos más que en las cuestiones íntimas de su conducta moral. El rey regaló a san Eligio las tierras de Solignac del Limousin para que fundase un monasterio. Los monjes, que se establecieron allí el año 632, observaban una regla que combinaba las de san Columbano y san Benito. Bajo la dirección experta del fundador, tres de los monjes se distinguieron en diferentes artes. Dagoberto regaló también a Eligio una casa en París para que fundase un convento de religiosas, que el santo puso bajo la dirección de santa Aurea. Eligio pidió al rey unos terrenos para completar los edificios, y el monarca se los cedió. El santo sobrepasó ligeramente la superficie que el rey le había otorgado y, en cuanto cayó en la cuenta, fue a pedirle perdón. Dagoberto, sorprendido de tal honradez, dijo a los cortesanos: «Algunos de mis súbditos no tienen el menor escrúpulo en robarme posesiones enteras, en tanto que Eligio se angustia por haber tomado unas pulgadas de tierra que no le pertenecen». Naturalmente, un hombre tan honrado podía ser un embajador maravilloso, por lo que, al parecer, Dagoberto le envió a negociar con el príncipe de los turbulentos bretones, Judecael.
San Eligio fue elegido obispo de Noyon y Tournai. Por la misma época, su amigo san Audoeno fue elegido obispo de Rouen. Ambos recibieron la consagración episcopal el año 641. San Eligio se distinguió en el servicio de la Iglesia tanto como se había distinguido en el del rey. En efecto, su solicitud paternal, su celo y su vigilancia fueron admirables. Desde luego, se preocupó por la conversión de los infieles, pues la mayoría de los habitantes de la región de Tournai no se habían convertido aún al cristianismo. Una gran porción de Flandes debe la conversión a san Eligio. El santo predicó en los territorios de Amberes, Gante y Courtrai. Por más que los habitantes, salvajes como fieras, se burlaban de él por ser «romano», el santo no se dio por vencido, sino que asistió a los enfermos, protegió a todos contra la opresión y empleó cuantos medios le dictó su caridad para vencer su obstinación. Poco a poco, los bárbaros se ablandaron y algunos se convirtieron. San Eligio bautizaba cada día de Pascua a cuantos había llevado a la luz del Evangelio durante el año. Su biógrafo nos dice que predicaba al pueblo todos los domingos y días de fiesta, y que le instruía con celo infatigable. En la biografía del santo hay un extracto de varios de sus sermones combinados en uno solo, con lo que basta para comprobar que Eligio tomaba pasajes enteros de los sermones de san Cesario de Arles. Tal vez sería más corre