• Nació el 10 de noviembre de 1851 en el Estado de México.
• Falleció el 20 de septiembre de 1904 en Puebla.
• Beatificado por Juan Pablo II, en la Basílica de Santa María de Guadalupe, el 6 de mayo de 1990 en México, Distrito Federal.
• Canonizado por Juan Pablo II en Roma el 21 de mayo de 2000.
• Lugar de culto y devoción: Museo del P. Yermo, 12 Norte 2003, Barrio del Alto, Puebla. San José María de Yermo y Parres
Milagro para la Canonización
El P. Rafael Pacheco Segeda estaba muriéndose a minutos. Los médicos le diagnosticaron pancreatitis necrótica hemorrágica con peritonitis, úlcera duodenal sangrante, fístulas gástricas, tuberculosis pulmonar recidivante, fiebre recurrente y con una importante anemia por los continuos sangrados y una fuerte depresión. En cuatro meses su cuerpo había llegado a un terrible desgaste físico y psíquico. En la noche del 11 de marzo se agravó terriblemente. Confiando en Dios le pidió al P. José María de Yermo que le sanara. A las 4 hrs del 12 de marzo, sanó totalmente. Dos días después regresó a su parroquia sin señales ni secuelas. Juan Pablo II en pleno Año Jubilar, declaró santo al Padre José María de Yermo y Parres, tan mexicano como los nopales.
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Nací en una época muy difícil para México. Una época de leyes que despojaron a la Iglesia de sus bienes y sus derechos y de luchas por el reconocimiento de su identidad. A escasos meses de mi nacimiento, mi mamá falleció, por lo cual mi papá me confió a mi tía. Mi papá quería que estudiara, así que me puso maestros particulares y fue tal mi empeño que el emperador Maximiliano de
Habsburgo me obsequió una medalla por mi afán y buenas calificaciones. En la adolescencia conocí a un gran hombre: Vicente de Paúl (1581–1660). Un sacerdote francés que tenía una palabra de aliento para el anciano solo, una caricia para el huérfano, un poco de pan y sopa para el hambriento. Así que enamorado de su obra y su proyecto pedí ingresar en la Congregación de la Misión.
Con las Leyes de Reforma me vi obligado a dejar México para seguir mis estudios en París. Algunos años después pude regresar a México, pero con mi poca salud, no podía vivir los compromisos de mi consagración, así que pedí la separación de mi querida comunidad religiosa.
Algún tiempo después fui ordenado sacerdote. Para entonces vivía en la ciudad de León y fui nombrado párroco de los templos de El Calvario y Santo Niño, ubicados en las zonas más pobres de la ciudad. En un primer momento quise renunciar, pero entre tanta pobreza fui descubriendo la presencia de Dios. Cerca de El Calvario, encontré los restos de unos bebés devorados por unos cerdos que por allí se alimentaban. Aquella escena fue un golpe para mi orgullo y pretensión y decidí permanecer allí y hacer algo por tantos Cristos abandonados o huérfanos.
Como no había religiosas en México que pudieran ayudarme en mis obras de asistencia, le pedí a unas chicas que me ayudaran. De aquel grupito de enfermeras y maestras improvisadas surgieron las Siervas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Pobres (1885). Muy poco hacía que se estrenaban de religiosas y ya estaban metidas de lleno en su misión: vivir el Evangelio. Un Evangelio con sabor a amor como el amor predicado por Jesús y Vicente de Paúl. En junio de 1888 empezó a llover como nunca, nuestra casa junto a El Calvario se fue haciendo cada vez más pequeña.
Me salía de la casa bajo el agua y recorría las calles que eran ríos, socorriendo a todos, pero en especial a los niños y ancianos que se subían a tejados y árboles tratando de ponerse a salvo. Con tanta agua, los ríos deshicieron la ciudad. Cuando salió el sol, la ciudad era un espectáculo terrible. Con la ayuda de algunos pude alimentar y vestir a los menesterosos que habíamos acogido. Muchos años después en la ciudad de León, han colocado una escultura para recordarme y me han hecho como un árbol hueco que hace espacio en su interior para guarecer a niños y ancianos. Es una escultura hermosa que repre senta mis últimos años y el trabajo de mis religiosas.
De León me tuve que trasladar a Puebla. Dios que siempre escribe derecho en renglones torcidos, utilizó este momento y lo convirtió en un momento de gracia: nos llamaban de asilos, de escuelas, de casas hogares, de hospitales, desde la Sierra Tarahumara. A todo tratábamos de decir sí, pero se necesitan nuevas manos y las manos se multiplicaban. Hubo quien pensó que podría ser el primer obispo de Tehuantepec, pero a Dios gracias no llegué a ser obispo, si no, ¿quién hubiera atendido a mis huérfanos y ancianos?
Poco a poco fui haciéndome a un lado, para que las Siervas pudieran comenzar a guiar los destinos de la congregación. Aquellos años en León, la tormenta de 1888 y tantos sacrificios para llevar a cabo la obra de Dios, comenzaron a minar mi cuerpo que nunca gozó de buena salud. Así el 20 de septiembre escuché la voz de mi Padre que me llamaba a su presencia: “Ven, entra en mi Reino, porque tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber, fui forastero y me hospedaste, estuve desnudo y me vestiste, enfermo y me visitaste, en la cárcel y viniste a verme” (Mt 25, 40).